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Mark Steinmetz y el deseo de huir

Siempre hay algún libro que espera en algún lugar concreto el momento de cambiarnos la vida. Puede que ese momento, ese día, no suceda nunca y su vida no deje de ser como cualquier otra vida, la de una persona que acude a su trabajo, cuida de su familia, anima a su equipo y de vez en cuando baja al bar a compartir una cerveza con sus amigos. Pero también puede que suceda, que aparezca ese libro capaz de cambiarle la vida y entonces ya no pueda separarse de ella nunca, de la literatura y hasta tal vez sea ella la que llegue a darle sentido.

A mí me pasó un día estando en el instituto. Siendo un adolescente con alma de niño perdido me llegó ese libro de manos de una compañera con quien hasta entonces sólo compartía canciones. Se llamaba Nunca seremos estrellas del rock y lo firmaba Jordi Sierra i Fabra. Ventura era el nombre de su protagonista, un joven inadaptado que emprende una huida de todo y de sí mismo; un rebelde, un rockero, un adorador del club de los 27. Entre sus páginas Kurt Cobain, Janis Joplin, Jim Morrison o Jimi Hendrix acompañaban a Ventura en su fuga hacia ningún lugar, pero de entre todos los músicos y todas las canciones subyacía una que transcurría a lo largo de ese viaje: se trataba de Born to run, la mítica canción de Bruce Springsteen que alguien interpretó alguna vez como una llamada al suicidio.

Era Born to run la epopeya inspiradora y valiente de aquellos que buscaban algo mejor en la vida, de quienes pisoteados por el sueño americano se lanzaban a la carretera en busca de amor y aventuras, vagabundos nacidos para correr en una perpetua huida.

La cultura norteamericana, en sus distintas disciplinas, está plagada de este mito de huir de ese sueño americano pérfido y pútrido que sepultó no a pocas personas y las arrastró a un mundo de suburbios que no aparecía en sus proclamas. En la literatura lo pusieron de manifiesto desde Manhattan transfer de Dos Passos, o el realismo sucio de Carver en la narrativa, hasta el Aullido de Allen Ginsberg y la Generación Beat en la poesía. En la música el propio Springsteen, Bob Dylan o Roy Orbison cantaban para los solitarios, pero también en el cine aparecen manifestaciones de fuga ante lo feo de una sociedad que se vuelve agresiva. Thelma y Louise se convierte en la Road Movie por excelencia en la que subyace una historia de malos tratos, como también sucede en Locos en Alabama aquella película en la que Antonio Banderas adaptó la novela de Mark Childress y en la que aparecía una Melanie Griffith portando la cabeza de su marido en una fuga hacia sus sueños tras abandonar el mundo que la oprime.

Recientemente he conocido la obra fotográfica de Mark Steinmetz deteniéndome especialmente en su libro de fotografías South central, del que el propio Steinmetz confiesa haber hecho muchas de las fotos desde la propia ventanilla de su coche. Aparecen en este trabajo personajes solitarios con miradas dramáticas o desasosegantes. Los escenarios, muchas veces al borde de una carretera, dan sensación de movilidad y las sensaciones, a través de esas miradas de seres de inframundo, dan aspecto de huida. No sé si South central nace con una intención de reflejar el sur de los Estados Unidos o es una road movie en la que el fotógrafo nos muestra esa nueva fuga, ese alejamiento o esa realidad, fuera del American Way Of Life, tras la que subsiste todo un submundo de inadaptados, de personas que huyen y de otras que esperan una vida que no llega, pero el hecho es que en sus fotos veo a Ventura y también me veo a mí, con el alma de niño perdido, tratando de escapar de ese tipo que la sociedad quiere que sea pero sabiendo que nunca seré una estrella del rock. Como ese libro que me cambió la vida.

Deambulario

La magia de la escritura

Se llamaba Paquita Real y tenía 82 años cuando asistió a una lectura que tuve el placer de celebrar en un pueblo entre pantanos, San José del Valle.

Tengo la sensación a veces de que la poesía no llega a ser suficiente, la vida se impone majestuosa y firme. En 82 años caben muchas vidas y Paca dice con orgullo que ella es vieja: -Mayor-, la corrigen algunas de sus compañeras. –No, yo soy vieja y mira lo bien que estoy-. Contesta recreándose en su afirmación. La ancianidad es esa época de la sabiduría donde el momento presente se hace templo y conquista. Paca es una victoria diaria.

Vengo a hablarles de poesía con la impresión de que debo ser yo el que escuche. Toda vida relata una historia maravillosa, hay una novela en cada uno de nosotros y en el centro de mayores activos de San José del Valle me hallo ante una biblioteca de personas. Rápidamente me doy cuenta de que soy yo el aprendiz. Paso por los poemas y la lectura como de puntillas y echo de menos la mesa camilla y la conversación. No demoro el momento de darles la palabra y vuelve a ser Paca quien toma la iniciativa. “Los que escribís tenéis que tener una cabeza privilegiada, porque yo me pongo y no me sale nada”, me dice. “No digas eso, Paca”, y la tuteo con la seguridad de que su orgullosa vejez y mis atrevidos treinta y tantos comparten el mismo mundo. “Seguro que tú también sabrías hacerlo –argumento- pero tienes que perderle el miedo a la escritura”.

Ella insiste, no sabe escribir. Se pone y se pone y no salen las palabras. Y yo le digo que me cuente lo que hizo ayer y ella comienza su historia: Un viaje a Jerez, un autobús equivocado que la deja en un lugar desconocido a sus 82 años. Un taxi en el que se monta sin dirección, observa las calles e indica al taxista cuando le suena algún edificio o algún parque. Paca es ahora un GPS conectado al satélite de la memoria. Mil vicisitudes hasta llegar a casa de su hermano, pero al fin llega después de un relato que se prolonga en la mañana y que desata las risas de sus compañeras y la mía propia.

Paca no lo sabe, pero en la inocente aventura de visitar a su hermano están todos los siglos de la historia literaria: el viaje de Ulises, los caminos de don Quijote, José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán atravesando el páramo para fundar Macondo. La literatura siempre empieza por un viaje, la primera de las funciones de Vladimir Propp, y le digo a Paca que en su relato acaba de contar una versión moderna de Caperucita, afortunadamente sin el lobo, pero que el taxista podría haber sido el lobo, la pizquita de ficción que añadida a su experiencia hubiera hecho de su viaje literatura.

Y ahora sí, por primera vez en la mañana Paca no replica, le brillan los ojos y me mira con fijeza. Puede que hoy, cuando llegue a su casa, Paca escriba.

Me despido de los trabajadores del centro de mayores activos de San José del Valle y me dicen que por qué no he ofrecido la venta de mis libros. No tengo que pensar demasiado la respuesta. Mi misión hoy era llevarme mucho más de lo que pudiese dejar.

Y que Paca escriba su relato. Ojalá.