Deambulario

También somos nuestros paisajes

En los largos viajes por carreteras secundarias hay una oportunidad de mito o de sueño que aguarda en cada cruce. En lo desconocido, se abre la posibilidad infinita del asombro. En cientos de kilómetros hay tantas ocasiones como curvas o lugares donde parar a respirar la calma y olvidar la prisa moderna de las autovías. La Estrada Nacional II de Portugal se me antoja el lugar ideal para revivir la vieja emoción de quienes en la huida sin destino encuentran su refugio.

Era junio de un año cualquiera. Habíamos iniciado el viaje unos días antes en Chaves, kilómetro 0 de la mítica ruta que atraviesa el país de norte a sur hasta llegar a Faro. Fue en Santa Comba Dão donde el dueño del apartamento en el que habíamos pasado la noche nos habló de las Aldeias do Xisto, en la región centro, inmersas en la sierra de Lousa. Para llegar debíamos desviarnos, pero qué obligación tiene de seguir un camino quien no se plantea un destino.

Aquel hombre nos dijo que se trataba de veintisiete aldeas, muchas de ellas abandonadas, construidas con Xisto (esquisto en castellano). No tardamos en decidirnos. Después de una breve incursión digital decidimos salirnos del camino marcado en la Nacional II para poner rumbo a Talasnal.

La llegada a Talasnal se hace a través de Lousa y la pendiente de subida es tan pronunciada en las primeras rampas que, apenas recorridos unos metros, la altura ya es considerable. Desde las primeras curvas la vegetación se ha adueñado del camino. La vista se ha poblado de un verde rotundo y exquisito y por las ventanillas se cuelan los olores de la primavera tardía. Hacemos el recorrido hasta Talasnal despacio, recreándonos en el paisaje hasta que de pronto aparece.

Talasnal es una aldea de piedra, pequeña y coqueta, un pequeño espacio abierto dentro de un frondoso bosque. Apenas hay un par de restaurantes y tres casas rurales y sus calles serpentean entre el Xisto y las hortensias. No es que tenga muchas calles, una principal que recorre el pueblo y las que de ella salen para llegar a las viejas puertas que cierran la intimidad de las casas, aunque éstas apenas alberguen a un total de diez habitantes.

Cualquier esquina abierta nos regala un mirador a la sierra de Lousa, montañas de verde en una kilométrica extensión donde la vista se pierde.

Una de las pocas puertas abiertas que encontramos nos lleva a atravesar un pequeño bar hasta una de esas terrazas-mirador, en la que pedimos un par de cervezas y una tabla de quesos de la zona. Julio y yo no decimos nada, pero miramos felices al horizonte para el que no hacen falta palabras. Aquí no existen muchas de ellas: hormigón, asfalto, ascensores, centro comercial… Aquí el mundo es mucho más tradicional y primitivo.

Esta semana ardió la sierra de Lousa y las montañas de Açor; y, con ellas, algunas de las Aldeias do Xisto. El fuego se quedó a las puertas de Talasnal y el monte ahora es un mar de ceniza, un manto gris que lo cubre todo. Hasta los sueños.

El fuego arrasa hasta donde no se ve. La desolación del paisaje calcinado se adentra en los recovecos del espíritu. Lo que fue ya no existe y tal vez no tengamos posibilidad de volver a verlo nunca como lo conocimos. Algo desaparece para siempre.

Miro las fotos de Talasnal y la felicidad de aquel momento y un rayo melancólico me atraviesa de parte a parte. Algo se ha muerto también con los árboles.

También somos nuestros paisajes.

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