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Deambulario

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Compañeras

Se llaman Carmen y Teresa y son hermanas mellizas. La fotografía está tomada el día de su comunión. Supongo que momentos antes de entrar en la iglesia. Carmen era mi madre, es mi madre. Aún no entiendo de la conveniencia de usar el pasado al hablar de personas que han fallecido, por mucho que su cuerpo ya no esté en este mundo mi madre sigue siendo mi madre.

Ellas, Carmen y Teresa, se llamaban por teléfono a diario y se llamaban, la una a la otra, compañeras, a pesar de que las circunstancias hicieron por alejarlas una y otra vez. Siendo una niña Teresa se mudó de casa debido a la crudeza económica de la posguerra. Fue criada por Juana, su tía, hermana de mi abuela, casi vecinas, en un entorno de salinas y esteros en el que ambas niñas continuamente se buscaban.

Se enamoró Teresa, siendo aún menor de edad, de un guardia civil que poco después sería destinado lejos de allí, todo lo lejos que las carreteras de entonces mantenían a San Fernando de Zahara de los Atunes, que todavía estaba más lejos de saber que pasados los años sería el destino turístico que es hoy. Las familias acordaron la boda. Teresa se casó con aquel guardia civil, Lorenzo, y Carmen partió con ellos, de carabina, a aquel destino lejano de Zahara de los Atunes, a una casa que ni siquiera tenía luz eléctrica y que no sabía todavía que iba a acabar convirtiéndose en uno de los epicentros turísticos del litoral gaditano.

Luego, Lorenzo consiguió un destino más cerca de su tierra, y se fue con Teresa a Estepona, y aquellas mellizas volvieron a tener que separarse.

En la patria de mi infancia recuerdo con especial alegría dos momentos: cuando venían mis tíos desde Estepona y esperábamos, impacientes, a escuchar el claxon del coche que indicaba la llegada de mis primos para así iniciar días de juegos compartidos hasta la despedida. Pensándolo hoy, aquello suponía una experiencia de tiempo finito con la que la vida empezaba a enseñarnos la lección de que todo acaba. Nosotros, niños ajenos a la melancolía adulta del paso del tiempo con sabor a asesino, sabíamos exprimir aquellos instantes hasta el momento de la despedida y el retorno a casa, cuando el cansancio se hacía dueño de nuestros cuerpos y nos íbamos a la cama sin que nadie tuviese que pedírnoslo. El otro es el del trayecto contrario, cuando éramos nosotros quienes visitábamos Estepona, cosa que ocurría todos los veranos y algunos años en navidad.

Viajar a Estepona, para mi hermano y para mí, suponía llegar a un mundo exótico en el que el turismo ya empezaba a ser un gran invento. Allí veíamos extranjeros, escuchábamos otros idiomas y nos contaban historias de éste y otro famoso que habían pasado por el pueblo. Para mi madre suponía el reencuentro con su hermana y gozaba de aquel tiempo compartido. Siempre quería volver a Estepona.

Rememoro cómo cuando estuvo recuperada de la operación de aquel tumor que terminó acabando con su vida hicimos un viaje a Estepona: “A lo mejor esta es la última vez que vengo”, dijo. Y tuvo razón. La quimioterapia y la merma de su cuerpo y de su vida le impidieron volver.

Recuerdo la primera vez que viajamos sin ella mi padre, mi hermano y yo. Había una nostalgia feliz en el ambiente, recordábamos viajes lejanos en el tiempo, momentos que creíamos perdidos en la memoria, y reíamos con ellos. Qué duda cabe que habíamos sido felices. También recuerdo cómo al volver, en un momento dado del trayecto, al mirar por el espejo retrovisor interior y no verla, me embargó un profundo sentimiento de desasosiego. Su ausencia en el asiento trasero, en el coche, me hacía creer que la hubiéramos abandonado, me era imposible pensar que mi madre ya no viajase con nosotros. Me era insondable su ausencia.

Me gusta volver a Estepona y charlar sobre ella. Recordar sus buenos momentos con mi familia y ver a mi tía, melliza de mi madre, casi su mismo rostro y su misma sonrisa. Es como si en ella obtuviera un asilo político de la muerte de mi madre.

Encontré la foto en el perfil de Whatsapp de mi tía. Quizás para ella sea la forma de ser, al fin y para siempre, compañeras.

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También somos nuestros paisajes

En los largos viajes por carreteras secundarias hay una oportunidad de mito o de sueño que aguarda en cada cruce. En lo desconocido, se abre la posibilidad infinita del asombro. En cientos de kilómetros hay tantas ocasiones como curvas o lugares donde parar a respirar la calma y olvidar la prisa moderna de las autovías. La Estrada Nacional II de Portugal se me antoja el lugar ideal para revivir la vieja emoción de quienes en la huida sin destino encuentran su refugio.

Era junio de un año cualquiera. Habíamos iniciado el viaje unos días antes en Chaves, kilómetro 0 de la mítica ruta que atraviesa el país de norte a sur hasta llegar a Faro. Fue en Santa Comba Dão donde el dueño del apartamento en el que habíamos pasado la noche nos habló de las Aldeias do Xisto, en la región centro, inmersas en la sierra de Lousa. Para llegar debíamos desviarnos, pero qué obligación tiene de seguir un camino quien no se plantea un destino.

Aquel hombre nos dijo que se trataba de veintisiete aldeas, muchas de ellas abandonadas, construidas con Xisto (esquisto en castellano). No tardamos en decidirnos. Después de una breve incursión digital decidimos salirnos del camino marcado en la Nacional II para poner rumbo a Talasnal.

La llegada a Talasnal se hace a través de Lousa y la pendiente de subida es tan pronunciada en las primeras rampas que, apenas recorridos unos metros, la altura ya es considerable. Desde las primeras curvas la vegetación se ha adueñado del camino. La vista se ha poblado de un verde rotundo y exquisito y por las ventanillas se cuelan los olores de la primavera tardía. Hacemos el recorrido hasta Talasnal despacio, recreándonos en el paisaje hasta que de pronto aparece.

Talasnal es una aldea de piedra, pequeña y coqueta, un pequeño espacio abierto dentro de un frondoso bosque. Apenas hay un par de restaurantes y tres casas rurales y sus calles serpentean entre el Xisto y las hortensias. No es que tenga muchas calles, una principal que recorre el pueblo y las que de ella salen para llegar a las viejas puertas que cierran la intimidad de las casas, aunque éstas apenas alberguen a un total de diez habitantes.

Cualquier esquina abierta nos regala un mirador a la sierra de Lousa, montañas de verde en una kilométrica extensión donde la vista se pierde.

Una de las pocas puertas abiertas que encontramos nos lleva a atravesar un pequeño bar hasta una de esas terrazas-mirador, en la que pedimos un par de cervezas y una tabla de quesos de la zona. Julio y yo no decimos nada, pero miramos felices al horizonte para el que no hacen falta palabras. Aquí no existen muchas de ellas: hormigón, asfalto, ascensores, centro comercial… Aquí el mundo es mucho más tradicional y primitivo.

Esta semana ardió la sierra de Lousa y las montañas de Açor; y, con ellas, algunas de las Aldeias do Xisto. El fuego se quedó a las puertas de Talasnal y el monte ahora es un mar de ceniza, un manto gris que lo cubre todo. Hasta los sueños.

El fuego arrasa hasta donde no se ve. La desolación del paisaje calcinado se adentra en los recovecos del espíritu. Lo que fue ya no existe y tal vez no tengamos posibilidad de volver a verlo nunca como lo conocimos. Algo desaparece para siempre.

Miro las fotos de Talasnal y la felicidad de aquel momento y un rayo melancólico me atraviesa de parte a parte. Algo se ha muerto también con los árboles.

También somos nuestros paisajes.

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Mark Steinmetz y el deseo de huir

Siempre hay algún libro que espera en algún lugar concreto el momento de cambiarnos la vida. Puede que ese momento, ese día, no suceda nunca y su vida no deje de ser como cualquier otra vida, la de una persona que acude a su trabajo, cuida de su familia, anima a su equipo y de vez en cuando baja al bar a compartir una cerveza con sus amigos. Pero también puede que suceda, que aparezca ese libro capaz de cambiarle la vida y entonces ya no pueda separarse de ella nunca, de la literatura y hasta tal vez sea ella la que llegue a darle sentido.

A mí me pasó un día estando en el instituto. Siendo un adolescente con alma de niño perdido me llegó ese libro de manos de una compañera con quien hasta entonces sólo compartía canciones. Se llamaba Nunca seremos estrellas del rock y lo firmaba Jordi Sierra i Fabra. Ventura era el nombre de su protagonista, un joven inadaptado que emprende una huida de todo y de sí mismo; un rebelde, un rockero, un adorador del club de los 27. Entre sus páginas Kurt Cobain, Janis Joplin, Jim Morrison o Jimi Hendrix acompañaban a Ventura en su fuga hacia ningún lugar, pero de entre todos los músicos y todas las canciones subyacía una que transcurría a lo largo de ese viaje: se trataba de Born to run, la mítica canción de Bruce Springsteen que alguien interpretó alguna vez como una llamada al suicidio.

Era Born to run la epopeya inspiradora y valiente de aquellos que buscaban algo mejor en la vida, de quienes pisoteados por el sueño americano se lanzaban a la carretera en busca de amor y aventuras, vagabundos nacidos para correr en una perpetua huida.

La cultura norteamericana, en sus distintas disciplinas, está plagada de este mito de huir de ese sueño americano pérfido y pútrido que sepultó no a pocas personas y las arrastró a un mundo de suburbios que no aparecía en sus proclamas. En la literatura lo pusieron de manifiesto desde Manhattan transfer de Dos Passos, o el realismo sucio de Carver en la narrativa, hasta el Aullido de Allen Ginsberg y la Generación Beat en la poesía. En la música el propio Springsteen, Bob Dylan o Roy Orbison cantaban para los solitarios, pero también en el cine aparecen manifestaciones de fuga ante lo feo de una sociedad que se vuelve agresiva. Thelma y Louise se convierte en la Road Movie por excelencia en la que subyace una historia de malos tratos, como también sucede en Locos en Alabama aquella película en la que Antonio Banderas adaptó la novela de Mark Childress y en la que aparecía una Melanie Griffith portando la cabeza de su marido en una fuga hacia sus sueños tras abandonar el mundo que la oprime.

Recientemente he conocido la obra fotográfica de Mark Steinmetz deteniéndome especialmente en su libro de fotografías South central, del que el propio Steinmetz confiesa haber hecho muchas de las fotos desde la propia ventanilla de su coche. Aparecen en este trabajo personajes solitarios con miradas dramáticas o desasosegantes. Los escenarios, muchas veces al borde de una carretera, dan sensación de movilidad y las sensaciones, a través de esas miradas de seres de inframundo, dan aspecto de huida. No sé si South central nace con una intención de reflejar el sur de los Estados Unidos o es una road movie en la que el fotógrafo nos muestra esa nueva fuga, ese alejamiento o esa realidad, fuera del American Way Of Life, tras la que subsiste todo un submundo de inadaptados, de personas que huyen y de otras que esperan una vida que no llega, pero el hecho es que en sus fotos veo a Ventura y también me veo a mí, con el alma de niño perdido, tratando de escapar de ese tipo que la sociedad quiere que sea pero sabiendo que nunca seré una estrella del rock. Como ese libro que me cambió la vida.

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La magia de la escritura

Se llamaba Paquita Real y tenía 82 años cuando asistió a una lectura que tuve el placer de celebrar en un pueblo entre pantanos, San José del Valle.

Tengo la sensación a veces de que la poesía no llega a ser suficiente, la vida se impone majestuosa y firme. En 82 años caben muchas vidas y Paca dice con orgullo que ella es vieja: -Mayor-, la corrigen algunas de sus compañeras. –No, yo soy vieja y mira lo bien que estoy-. Contesta recreándose en su afirmación. La ancianidad es esa época de la sabiduría donde el momento presente se hace templo y conquista. Paca es una victoria diaria.

Vengo a hablarles de poesía con la impresión de que debo ser yo el que escuche. Toda vida relata una historia maravillosa, hay una novela en cada uno de nosotros y en el centro de mayores activos de San José del Valle me hallo ante una biblioteca de personas. Rápidamente me doy cuenta de que soy yo el aprendiz. Paso por los poemas y la lectura como de puntillas y echo de menos la mesa camilla y la conversación. No demoro el momento de darles la palabra y vuelve a ser Paca quien toma la iniciativa. “Los que escribís tenéis que tener una cabeza privilegiada, porque yo me pongo y no me sale nada”, me dice. “No digas eso, Paca”, y la tuteo con la seguridad de que su orgullosa vejez y mis atrevidos treinta y tantos comparten el mismo mundo. “Seguro que tú también sabrías hacerlo –argumento- pero tienes que perderle el miedo a la escritura”.

Ella insiste, no sabe escribir. Se pone y se pone y no salen las palabras. Y yo le digo que me cuente lo que hizo ayer y ella comienza su historia: Un viaje a Jerez, un autobús equivocado que la deja en un lugar desconocido a sus 82 años. Un taxi en el que se monta sin dirección, observa las calles e indica al taxista cuando le suena algún edificio o algún parque. Paca es ahora un GPS conectado al satélite de la memoria. Mil vicisitudes hasta llegar a casa de su hermano, pero al fin llega después de un relato que se prolonga en la mañana y que desata las risas de sus compañeras y la mía propia.

Paca no lo sabe, pero en la inocente aventura de visitar a su hermano están todos los siglos de la historia literaria: el viaje de Ulises, los caminos de don Quijote, José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán atravesando el páramo para fundar Macondo. La literatura siempre empieza por un viaje, la primera de las funciones de Vladimir Propp, y le digo a Paca que en su relato acaba de contar una versión moderna de Caperucita, afortunadamente sin el lobo, pero que el taxista podría haber sido el lobo, la pizquita de ficción que añadida a su experiencia hubiera hecho de su viaje literatura.

Y ahora sí, por primera vez en la mañana Paca no replica, le brillan los ojos y me mira con fijeza. Puede que hoy, cuando llegue a su casa, Paca escriba.

Me despido de los trabajadores del centro de mayores activos de San José del Valle y me dicen que por qué no he ofrecido la venta de mis libros. No tengo que pensar demasiado la respuesta. Mi misión hoy era llevarme mucho más de lo que pudiese dejar.

Y que Paca escriba su relato. Ojalá.